No paraba de recordar aquellos ásperos momentos en la sala de su juicio. Los recordaba cuando salía de su habitación para coger algo de la nevera, cuando se recostaba a leer sobre el cojín de su cama, cuando su madre la obligaba a conversar con cualquier despotricador que entraba en su casa; los recordaba incluso en las situaciones límite, esas en las que se circula a velocidades que sobrepasan la pauta marcada, en momentos de miedo, de pánico. Todas esas situaciones en las que la muerte sería lo más fácil; situaciones en las que no importaría morir, no porque la vida sea tan "megasuperdesgraciada" y no se pueda vivir si no es en la resignación, la humillación o el victimismo, más bien por temor al dolor, a eso de sufrir. A veces Iria se veía circulando a velocidades vertiginosas, enredando con las curvas, sintiendo el viento enmarañar su pelo sin ninguna pausa; se veía caer y partir su pierna en dos contra un poste, clavarse un palo afiladísimo en su ojo izquierdo, cortarse algún que otro dedo de su mano o fracturar cinco costillas de un tirón. Veía todo aquello pero, si las circunstancias de la vida la empujaban a una situación semejante, con brazos, piernas, manos y rostro hechos una auténtica mierda, lo único que no podría soportar era conservar su mente, que continuara circulando, viendo imágenes frustrantes, conmovedoras, pensando en el juicio, en el pasado rosa.
No temía a la muerte, pues era demasiado factible y pétrea. Temía al dolor de sufrir.
23/8/07
Cuidado, propietarios de aquello que no existe.
Abre la puerta que soy el diablo...
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