24/11/07

Donde nunca iremos, ni siquiera llegaremos.


Aquí también, como en las sesiones de París, habían puesto en el proscenio una silla vacía, símbolo de su espera en la llegada de la Madre, la mujer-mesías, la hembra superior que, uniéndose en santa cúpula con el Padre (el Padre Prosper Enfantin, ya que el fundador, el Padre Claude-Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon, estaba muerto desde 1825), formarían la Pareja Suprema, conductora de la transformación de la humanidad que emanciparía a la mujer y a los obreros de su actual servidumbre e inauguraría la era de la justicia. ¿Qué esperabas, Florita, para darles una sorpresa yendo a sentarte en esa silla vacía y anunciarles, con el dramatismo de la actriz Rachel, que la espera había terminado, que tenían ante sus ojos a la mujer-mesías? (...)

Copular, no hacer el amor sino copular, como los cerdos o los caballos: eso hacían los hombres con las mujeres. Abalanzarse sobre ellas, abrirles de las piernas, meterles sus chorreantes vergas, embarazarlas y dejarlas para siempre con la matriz averiada, como André Chazal a ti. Porque esos dolores allí abajo tú los tenías desde tu malhachado matrimonio. "Hacer el amor", esa ceremonia delicada, dulce, en la que intervenían el corazón y los sentimientos, la sensibilidad y los instintos, en la que los dos amantes gozaban por igual, era una invención de poetas y novelistas, una fantasía que no legitimaba la pedestre realidad. No entre las mujeres y los hombres en todo caso. Tú, por lo menos, no habías hecho el amor ni una sola vez en esos espantosos cuatro años con tu marido, en aquel pisito de la rue de Fossés-Germain-des-Prés. Tú habías copulado, o, mejor dicho, habías sido copulada, cada noche, por esa bestia lasciva, hedionda a alcohol, que te asfixiaba con su peso y manoseaba y besuqueaba hasta desplomarse a tu lado como un animal ahíto. Cuánto habías llorado, Florita, de asco y vergüenza, después de esas violaciones nocturnas a que te sometía ese tirano de tu libertad. Sin preocuparse jamás de averiguar si querías hacer el amor, sin la menor curiosidad por saber si gozabas con sus caricias - ¿había que llamar así esos jadeos repugnantes, esos lengüetazos y mordiscos? -, o si te causaban dolor, tristeza, abatimiento, repugnancia. Si no hubiera sido por la tierna Olympia, qué pobre idea tendrías del amor físico, Andaluza.

Pero todavía peor que ser copulada, fue quedar embarazada a consecuencia de esos atropellos nocturnos. Peor. Sentir que te hinchabas, deformabas, que tu cuerpo y tu espíritu se trastornaban, sed, mareos, pesadez, el menor movimiento te costaba un esfuerzo doble o triple del normal. ¿Eso, las bendiciones de la maternidad? ¿Eso lo que ansiaban las mujeres, con lo que cumplían su vocación íntima? ¿Hincharse, parir, esclavizarse a las crías como si no bastara ser esclavas del marido?

Mario Vargas Llosa - El Paraíso en la otra esquina.


Le dijo que ya por fin era bonita y que no la iba a soltar, que puede que cayera un trueno de interrogaciones y advertencias que los matase y que así estaban mejor. Mejor no vivir o vivir sin preocupación, vivir en otra esfera. No vivir. Luego se fue. Iria fingió pensar.

Imagen: métete.

1 comentario:

Marcos FJ dijo...

¡Qué venga ese trueno!

y mola más "friki" que "freak"