Lucía Etxebarría - Un milagro en equilibrio.
Perenne. El aire contaminado cubría toda la zona y los árboles corrían a encontrarse con el cielo que, solemne, mostraba los peligros cotidianos a los que se enfrentaban todos. En el suelo, un manto de hojas en proceso de putrefacción contribuía a construir las bases sobre las que todos los miedos se aposentarían. Un camino cubierto de hierbas (té, menta) dirigía sus pasos hacia la puerta del hospital. Uno de ellos alzó sus manos para sentir el viento, gélido, introducirse por cada recoveco de su piel. Segundo a segundo pensaban en todo aquello que superarían, a lo que se enfrentarían con el paso del tiempo. Día a día o puede que año tras año, sufrirían y dejarían atrás todos los buenos momentos pasados con sus seres queridos.
Frente a la puerta del hospital, cuatro niñas jugaban con un balón roído y sucio. Casi todos se habían dado la vuelta y les habían sonreído, simple gozo por verlas disfrutar. Uno de ellos, fuerte, abrió la gruesa y fría puerta de aluminio para inmediatamente entrar en el ascensor. Cuarta, quinta, sexta, no conseguía recordar la planta a la que varias veces al día se dirigía desde hace cuatro meses, cuando aquel sidecar llevó por delante a su hija de ocho años. Mientras ascendía por aquellas cuatro estrechas paredes que le harían desafiar aquello de lo que ansiaba escapar, pensaba en cómo el tiempo cambia, cómo los hechos transforman las situaciones placenteras a pesar de que a lo largo de su vida las desgracias inundaran cada mes del año hasta convertir sus minutos en dulce agonía. Luego pensó en la suerte, que acompaña a los hombres desde tiempos inmemorables y que parecía haberse olvidado de él que se encontraba allí, rodeado de dos batas blancas y tres mujeres angustiadas por el peso de sus ojeras. Pensó también en su hija, en su suerte y pensó, además, en su compañero de trabajo, el que había hecho que lo despidieran y que había ocupado su puesto cobrando una fortuna al mes mientras que él allí se encontraba después de haber preparado su desayuno, solo, porque su mujer había muerto en un accidente de tráfico dos años atrás. Pensó que ya no quería subir más, en parar el ascensor. Automáticamente, una de sus manos tocó la gélida pared mientras que la otra se adhirió a una de las batas blancas que, de inmediato, desvió toda su atención hacia el suceso.
Dos horas después, ya reconfortado por los calmantes y bien despierto, fue informado de la trágica noticia. Su hija había fallecido. Era de esperar.
Al rato, recogió sus cosas y salió por la imponente puerta del hospital. Observó de nuevo a aquellas niñas. Faltaba una.
En el tren, escudriñó cada palabra que había oído, analizó cada minuto de aquel infestado día. Pensó que de no ser por el accidente, el de su hija, nunca hubiera podido analizar tan exhaustivamente su vida, nunca se habría fijado en los pequeños detalles y nunca hubiera sido capaz de sentir a los demás, de comprenderles, de escucharles. Entendió que una gran desgracia nos hace hipersensibles y nos hace madurar tan de súbito que a penas podemos darnos cuenta del cambio. Suspiró.
Nunca había disfrutado de la felicidad que los demás decían sentir pero pudo conformarse; conformarse con la satisfacción de haber creado una pequeña familia a pesar de que ahora lamentara el hecho de no haber sido consciente de cada paso dado, cada decisión tomada a lo largo de su vida. La suerte nunca fue su fiel seguidora. Nunca se había percatado de la frialdad que la alegría hacía sentir a la gente pero jamás hubiera imaginado que la consciencia iba acorde con el sentimiento de ahogo y frustración que cubría su cuerpo. Sin embargo, concretó que ya no era tiempo de preguntar por qué. Ley de vida…
Frente a la puerta del hospital, cuatro niñas jugaban con un balón roído y sucio. Casi todos se habían dado la vuelta y les habían sonreído, simple gozo por verlas disfrutar. Uno de ellos, fuerte, abrió la gruesa y fría puerta de aluminio para inmediatamente entrar en el ascensor. Cuarta, quinta, sexta, no conseguía recordar la planta a la que varias veces al día se dirigía desde hace cuatro meses, cuando aquel sidecar llevó por delante a su hija de ocho años. Mientras ascendía por aquellas cuatro estrechas paredes que le harían desafiar aquello de lo que ansiaba escapar, pensaba en cómo el tiempo cambia, cómo los hechos transforman las situaciones placenteras a pesar de que a lo largo de su vida las desgracias inundaran cada mes del año hasta convertir sus minutos en dulce agonía. Luego pensó en la suerte, que acompaña a los hombres desde tiempos inmemorables y que parecía haberse olvidado de él que se encontraba allí, rodeado de dos batas blancas y tres mujeres angustiadas por el peso de sus ojeras. Pensó también en su hija, en su suerte y pensó, además, en su compañero de trabajo, el que había hecho que lo despidieran y que había ocupado su puesto cobrando una fortuna al mes mientras que él allí se encontraba después de haber preparado su desayuno, solo, porque su mujer había muerto en un accidente de tráfico dos años atrás. Pensó que ya no quería subir más, en parar el ascensor. Automáticamente, una de sus manos tocó la gélida pared mientras que la otra se adhirió a una de las batas blancas que, de inmediato, desvió toda su atención hacia el suceso.
Dos horas después, ya reconfortado por los calmantes y bien despierto, fue informado de la trágica noticia. Su hija había fallecido. Era de esperar.
Al rato, recogió sus cosas y salió por la imponente puerta del hospital. Observó de nuevo a aquellas niñas. Faltaba una.
En el tren, escudriñó cada palabra que había oído, analizó cada minuto de aquel infestado día. Pensó que de no ser por el accidente, el de su hija, nunca hubiera podido analizar tan exhaustivamente su vida, nunca se habría fijado en los pequeños detalles y nunca hubiera sido capaz de sentir a los demás, de comprenderles, de escucharles. Entendió que una gran desgracia nos hace hipersensibles y nos hace madurar tan de súbito que a penas podemos darnos cuenta del cambio. Suspiró.
Nunca había disfrutado de la felicidad que los demás decían sentir pero pudo conformarse; conformarse con la satisfacción de haber creado una pequeña familia a pesar de que ahora lamentara el hecho de no haber sido consciente de cada paso dado, cada decisión tomada a lo largo de su vida. La suerte nunca fue su fiel seguidora. Nunca se había percatado de la frialdad que la alegría hacía sentir a la gente pero jamás hubiera imaginado que la consciencia iba acorde con el sentimiento de ahogo y frustración que cubría su cuerpo. Sin embargo, concretó que ya no era tiempo de preguntar por qué. Ley de vida…
But you were a boxing champ, and I was a weakling. You didn't give me a chance, you gave me a beating and I thank you very much that you did.
The man I became is a tragic bore and he's not a boxing champ anymore. If there's one thing i've learnt it's to run away. At least, I enjoy what I do today and I thank you very much that I do.
Kaiser Chiefs - Boxing Champ.
Imagen: gracia(s).
1 comentario:
Quizás sea el mayor fallo de la humanidad, el nacer "a media coción". Y tener que ir descubriendo dia a dia los placeres y dolores de la vida, al fin y al cabo la vida en si, pue ser muy divertido, incluso puede ser fantastico, pero para enterarte realmente de todo hace falta pasar por todo tipo de casos. Pero el tema es que nunca debes estancarte en uno. El fin es pasarlos todos... ¿que han venido malos?... buenos vendrán.
Comentaba el otro dia una azafata que ella tenia mucho miedo a volar (vaya colmo), pero que desde que tuvo un accidente de avión (aterrizaje forzoso), ya vuela muchisimo mas segura, porque se dice que solo sufren un accidente de vuelo en la vida(azaafatas, pilotos,etc...).
Quizás por eso, ahora venga lo bueno.
Te mande un emilio sobre el concert.
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