No cabe mencionar, a estas alturas, aquello de que las palabras hacen daño. Es mentira. Al menos no por ellas mismas.
Imagina que estás ante la conversación de tu vida (no espontánea). La comienzas con una seguridad atroz, con la mayor de las razones y la mejor de las tranquilidades. Estás convecido/a de que llevas las riendas de la situación y de que ni la más alta de las personas altas sería capaz de coger, y escupirte. Sigues pronunciando palabras infranqueables e indudablemente coherentes porque tú puedes, estás ante la conversación de tu vida (no espontánea). Así continuas hablando y hablando, creyendo ciegamente que la otra persona caerá sucumbida ante tus verdades; pero, de pronto, escuchas sonidos extraños que para nada te agradan, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, van formando palabras rotundas e, inmediatamente, cobran la forma de claras frases herméticas que, siempre con inmensa tranquilidad, degradan tus creencias y principios y te impiden tirarte de cabeza al pozo de la gloria y la razón. Es en ese momento cuando comienzas a resistir teorías con las que no estás de acuerdo, que desbaratan aquellos textos que tan bien planteados estaban en tu mente. Ahora es cuando te conviertes, sin apenas exagerar (¿apenas?) en un sadomasoquista. Ahora ya está, comienza tu camino de la incertidumbre y la angustia porque, no, no podría ir de esta forma la conversación de tu vida (¡de tu vida!). Sin embargo, estás dotado/a de una capacidad sobrehumana para prolongar una situación dañina (todavía no dolorosa).
Ya está. Han pasado unos días y llegan al pensamiento aquellas palabras y frases que habías aguantado casi impasiblemente. Entonces, comienzan a aparecer nudos en la garganta y en el estómago, sudoraciones, humedecimiento de los ojos con su consiguiente ceguera. Ahora sí, sí, sí. Ahora todo duele. Pero no son las palabras, son su recuerdo, ya que, parece ser, no tenemos la capacidad de analizarlas en el momento de su producción, lo que conlleva el no decir todo lo que uno quiere. Y es que carecemos de inteligencia para saber sortear las dificultades y ser espontáneas en situaciones non gratas. Es como si necesitáramos tiempo (horas, días, semanas...) para analizar todo lo dicho y poder crear con ello la coraza del dolor que se adherirá prologadamente a nosotros. Y esto... ¿por qué? No sé. ¿Nos volvemos idiotas cuando nuestros deseos están por medio?
Imagina que estás ante la conversación de tu vida (no espontánea). La comienzas con una seguridad atroz, con la mayor de las razones y la mejor de las tranquilidades. Estás convecido/a de que llevas las riendas de la situación y de que ni la más alta de las personas altas sería capaz de coger, y escupirte. Sigues pronunciando palabras infranqueables e indudablemente coherentes porque tú puedes, estás ante la conversación de tu vida (no espontánea). Así continuas hablando y hablando, creyendo ciegamente que la otra persona caerá sucumbida ante tus verdades; pero, de pronto, escuchas sonidos extraños que para nada te agradan, hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, van formando palabras rotundas e, inmediatamente, cobran la forma de claras frases herméticas que, siempre con inmensa tranquilidad, degradan tus creencias y principios y te impiden tirarte de cabeza al pozo de la gloria y la razón. Es en ese momento cuando comienzas a resistir teorías con las que no estás de acuerdo, que desbaratan aquellos textos que tan bien planteados estaban en tu mente. Ahora es cuando te conviertes, sin apenas exagerar (¿apenas?) en un sadomasoquista. Ahora ya está, comienza tu camino de la incertidumbre y la angustia porque, no, no podría ir de esta forma la conversación de tu vida (¡de tu vida!). Sin embargo, estás dotado/a de una capacidad sobrehumana para prolongar una situación dañina (todavía no dolorosa).
Ya está. Han pasado unos días y llegan al pensamiento aquellas palabras y frases que habías aguantado casi impasiblemente. Entonces, comienzan a aparecer nudos en la garganta y en el estómago, sudoraciones, humedecimiento de los ojos con su consiguiente ceguera. Ahora sí, sí, sí. Ahora todo duele. Pero no son las palabras, son su recuerdo, ya que, parece ser, no tenemos la capacidad de analizarlas en el momento de su producción, lo que conlleva el no decir todo lo que uno quiere. Y es que carecemos de inteligencia para saber sortear las dificultades y ser espontáneas en situaciones non gratas. Es como si necesitáramos tiempo (horas, días, semanas...) para analizar todo lo dicho y poder crear con ello la coraza del dolor que se adherirá prologadamente a nosotros. Y esto... ¿por qué? No sé. ¿Nos volvemos idiotas cuando nuestros deseos están por medio?
Imagen: "pintura rectangular de una marioneta con problemas de déficit de antención", por annalog.
4 comentarios:
¿non gratas?... agora que fales N'ASTURIANU?.-.. vale... me callo.. vale dejo de escribir...
wi
Pretendía escribir latín y debía haberlo puesto en cursiva o entrecomillado pero como no estaba segura de si de verdad se escribe así pues ahí/así queda.
sí.
relativamente, sí.
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